Después del post anterior he pensado tanto en los ómnibus y sus especimenes específicos que me di cuenta de que tengo una especie de obsesión. Llegué al grado de loccacomotumadre de calcular cuántas horas de mi vida pasé arriba de un ómnibus y conviví con sus agradables funcionarios y usuarios. Evidentemente, no pude ir con mi memoria a mis orígenes para saber cuántos kilómetros llevo recorridos entre CUTCSA, COME y RAINCOOP, pero, en vistas de que hace tres años mantengo la misma rutina de transporte capitalino, llegué a la conclusión de que he vivido 25920 minutos en los diferentes ómnibus, lo que hace un total de 432 horas, lo que suma 18 días (¡enteros!). Al descubrir el resultado tuve dos impresiones inmediatas, por un lado, sentí pánico: no hay derecho que una pobre mujer gaste 25920 minutos de su vida de esa manera. Por el otro, comprendí, y fue tranquilizador, por qué tengo esa obsesión con los ómnibus, su flora y fauna. En conclusión, no estoy tan loca como pensaba. Al menos, no es que carezca de fundamento para estarlo. Soy sólo un producto de las circunstancias (¿O no les conté que pasé 25920 minutos encima de un ómnibus en los últimos 3 años, sin contar viajes interdepartamentales ni mis últimas vacaciones a Santa Fe que significaron 12 horas ida, 12 horas vuelta, lo que haría un total de…mejor ni lo pensemos).
En fin, la cosa es que, en vistas de que desaprovecho mi tan sagrado tiempo encima de un ómnibus, decidí buscarle el lado creativo para sentir que vale (al menos algo) la pena. Y, en estos días, me dedicaré a observar y a escribir acerca de este tema. De los personajes típicos que todo pasajero se encontrará alguna vez sentado a su lado, cobrándole el boleto o vendiéndole la lapicera retráctil de tinta suave y trazo fino, realizada en plástico japonés, recargable y con la posibilidad de ser probada en el momento.
Y, después de pensar mucho acerca de por quién empezar, decidí hacerlo por el sádico pasajero cómodamente-sentado. No les creo si me dicen que nunca se cruzaron con uno. Y, si lo hacen, será porque no han pasado tantas horas encima del ómnibus como yo. El sádico pasajero cómodamente-sentado es aquel que te mira triunfante desde su asiento. A vos que vas parado, que chorreás transpiración aunque te bañaste hace unas horas; que venís cargando con un mini surtido del súper, con la mochila, el paraguas (a la mañana llovía, y a este tiempo loco, ¿quién mierda lo entiende?), el celular que acabás de atender con lo que te queda libre de la mano derecha, y la billetera apretada con los dientes mientras intentás abrir la cartera. Te mira orgulloso y desenfadado, a vos, que te acaba de pisar con un taco aguja la pasajera impecable que va a tu lado (y que, por cierto, ni siquiera te pidió disculpas. Maldita), a vos que corriste el ómnibus y que desde que terminaste la gimnasia del liceo no sabías ni lo que era caminar apurando el paso (y tenés 35…).
El sádico-cómodamente-sentado no tiene ninguna clase de piedad. Incluso tiene menos piedad que yo con la viejecilla ansiosa por conseguir asiento. Disfruta contando cuánta gente parada hay a su alrededor y te mira con asco si osás fijar tu vista distraída más de un segundo sobre él. Pero su arte, su distintivo, el que le da nombre, el que lo convierte en el más sádico del planeta, es su asqueroso hábito del amague. El sádico es el que, de golpe y llenándote de esperanza, cierra el libro que hace 20 minutos lee (y del que, sabés porque lo estuviste vigilando de reojo, no terminó el capítulo), lo guarda en la mochila, haciéndote imaginar el alivio que vas a sentir al ocupar su lugar y…nada. El muy hijo de puta te mira, pensando seguramente “no te vistas que no vas”, y sigue sentadito en su trono, orgulloso y riéndose por dentro de tu ingenuidad, pensando cuál podrá ser su próximo movimiento de amague. Pasan los minutos, te aburriste de esperarlo, decidiste que no se merece ni que lo mires pero, de pronto, sentís ruido de bolsas y tu mirada se dirige nuevamente al sádico que, a tus ojos, recoge sus bártulos para bajarse. Pero no, chiquita, no. El sádico no te piensa dar el gusto, disfruta con tu ansiado sufrimiento por conseguir un asiento y, probablemente, se baje en el destino del ómnibus, justo dos paradas después que vos.
Efectivamente, te bajás y el tipo sigue ahí, altanero, tan sádico como siempre pero, antes de eso, ya te volvió a engañar varias veces. En una inesperada llamada le dijo a su interlocutor por celular que “en un par de paradas ya me bajo y paso por tu casa” o, en la mitad de su viaje que vos ignorabas cuándo (mierda) se iba a terminar, miró hacia afuera por la ventana, como corroborando si era en esa o en la otra que se bajaba, incluso llegó a despegar su maldito trasero del asiento, para volverse a sentar al segundo, satisfecho de comprobar que, además de haberte ilusionado otra vez, todavía le quedaban unas veinte paradas para bajarse.Queridos pasajeros, si de algo sirve el sádico-cómodamente-sentado es para aprender que, el que de verdad se bajará, el que será tu salvación, al que amarás profundamente en cuestión de segundos por otorgarte su preciado asiento, será aquel y sólo aquel que, sin previo aviso, sin falsas alarmas, sin dejarte reaccionar más rápido que la viejecilla ubicada a tu izquierda, se para de un tirón, en un movimiento casi imperceptible, y se baja sin apenas mirarte a la cara. Aprendamos la lección y aceptemos que, en la mayor cantidad de los viajes a ómnibus lleno, habiendo tanto pasajero sádico suelto, llegarás a sentarte justo al final de tu destino o, con suerte, en el living de tu dulce hogar.
Buenas noches para todos, me despido, agradeciendo sus mensajes, cansada pero insomne y, cómo no, tal vez más que nunca,
Loccacomotumadre